Por Juan Ángel Cabaleiro
Para LA GACETA - TUCUMÁN
El robo hormiga de libros, delicado mecanismo de expoliación que acomete una categoría anónima, creciente y generalmente insospechada de lectores, es una habilidad (y quizá un llamado o un destino) que puede ejercerse largamente y sin riesgos si se conocen a fondo los procedimientos adecuados. Entrar en ese limbo es, para muchos, acceder a las puertas del paraíso.
Yendo al grano, digamos que un libro con alarma es imposible de hurtar; pero son los menos, y el primer paso es detectarlas. Las más burdas consisten en un adhesivo cuadrado de unos 4 cm que suele venir en las contratapas o páginas finales, o en el interior de las sobrecubiertas. Son muy fáciles de localizar, pero casi imposibles de remover sin grandes destrozos. Las más modernas y discretas consisten en un único hilo de alambre que se calza en la unión de las páginas interiores; aunque más complicado, este elemento puede detectarse dejando correr las páginas con suavidad hasta notar un pequeño salto que indica su presencia. Todo es cuestión de práctica. Una vez verificado que el ejemplar está limpio, se pasa a la fase dos de la operación: el peregrinaje por la librería hasta un punto en que se pueda ocultar el libro entre las ropas. Hay, por supuesto, un evidente escollo: las cámaras de vigilancia, no siempre expuestas a la vista de todos. El procedimiento para evadirlas y la manera de salir limpiamente a la calle sin levantar sospechas está estudiado y resulta infalible, pero no puedo revelarlo aquí, aunque sí diré que se trata de pura lógica y que requiere escasa habilidad. Y, eso sí, un muy firme y decidido carácter.
Lo sé porque me tocó trabajar en muchas campañas navideñas como personal de seguridad en una importante cadena de librerías de Madrid, de modo que, por mi ojo entrenado primero, y por mis manos después, han pasado centenares de estas lacras sociales, gentuza de camperas abultadas, pulóveres sueltos o carpetas un tanto aparatosas en las manos, piltrafas humanas que merodean con lascivia las estanterías o las mesas de novedades de las grandes librerías como si tuvieran todo el tiempo del mundo y no buscaran nada en particular. Centenares de veces me habrá tocado sujetarlos firmemente del brazo y conducirlos a través del local hasta los pasillos de la zona posterior, pasar los baños, la gerencia, el depósito y llegar finalmente al cuartucho sin ventanas destinado al personal de seguridad, con los monitores, las taquillas donde guardábamos el uniforme y los implementos de defensa, la mesita enclenque con los partes de novedades, el cenicero, restos de comida y cargadores de batería para los handys, todo bajo el zumbido intermitente de una luminaria floja. Allí adentro, en aquel espacio atosigado que llamábamos «el submarino», aquellos intelectuales de pacotilla eran nuestros, y por un buen par de horas cobraba sentido su verdadero e ínfimo valor de patanes chapuceros y cantamañanas; y mientras los revisábamos e íbamos despojándolos del producto variado de su rapiña, balbuceaban, palidecían, y la soberbia se les colaba literalmente por las extremidades…
Era mi trabajo y disfrutaba como nadie haciéndolo. Y al final del día, en aquellas ajetreadas y agotadoras temporadas navideñas, se acumulaba sobre la mesa enclenque de aquel cuartucho una pila de ejemplares de todo tipo, algo desastrados por el manoseo, y yo, antes de devolverlos a sus anaqueles, hacía una selección. Separaba aquellos que me parecían de utilidad, no para leerlos por puro vicio, sino para enterarme de cosas útiles que pudieran servir a mi profesión. Separaba las novelas policiales, donde se detallaban los recursos de los detectives más astutos y las artimañas secretas de los cacos. A esos libros los guardaba en mi bolso (al menos cuatro o cinco cada día) y los sacaba limpiamente y sin levantar sospechas por la puerta de salida, mientras saludaba entre bromas y sonrisas al resto del personal, y me los llevaba a mi departamento. Aquellos ejemplares fueron conformando, casi por azar, una colección creciente, un botín que, con el tiempo y la habilitación de nuevas estanterías, fue transformándose en biblioteca.
Así me aficioné a la literatura policial y pude ahondar bastante en ella. Hasta que mi ojo entrenado de vigilante fue sospechando primero, y confirmando infraganti después, que, si había en todo ese material una forma de robo solapado y recurrente, no era tanto el de los bancos a mano armada, ni los asaltos a camiones blindados, ni los que se cometían en las joyerías o los museos de cuadros famosos, sino el que se propinaban los autores unos a otros, el latrocinio de ideas, argumentos y personajes en la trastienda de aquellas grotescas mandangas literarias; y lo fácil que resultaría escribirlas una vez perdidos todo pudor y decencia. Eso comprendí en aquellos años, mientras pasaba las horas muertas leyendo y releyendo las mismas obras, sin tener una idea demasiado clara de lo poco o mucho que me serviría en el futuro aquel sinuoso descubrimiento.
© LA GACETA
Juan Ángel Cabaleiro - Escritor.